Borrachera de poder
Martes, 06 de mayo de 2014 | 4:30 am Por AUGUSTO ALVAREZ RODRICH
Cuidado con el síndrome de hubris: el orgullo que ciega.
Jorge Bruce comentó ayer en La República que el narcisismo –expresado en una buena dosis de confianza en las propias capacidades– constituye un requisito para realizar tareas tan complejas como la de gobernar, pero que el problema surge cuando este se usa para enfrascarse en luchas irrelevantes que solo buscan distraer a la platea, en lugar de ponerlo al servicio de las responsabilidades asumidas.
El problema está bien estudiado, como lo explicó ayer Elmer Huerta en un curioso artículo en El Comercio, especialmente desde que, en mayo de 2008, el político y médico británico Lord David Owen publicara En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años.
Huerta cita la reseña de la revista Foreign Affairs sobre el libro de Owen: “En muchos jefes de Estado, la experiencia del poder les provoca cambios psicológicos que los conducen a la grandiosidad, al narcicismo y al comportamiento irresponsable. Líderes que sufren de este síndrome hubris ‘político’ creen que son capaces de grandes obras, que de ellos se espera grandes hechos, y creen saberlo todo y en todas las circunstancias, y operan más allá de los límites de la moral ordinaria”.
Es una pena que el tópico de Palacio no se haya interesado –como consta en las evidencias de sus pacientitos– de este síndrome de hubris, cuyo nombre proviene del vocablo griego ‘hybris’ también conocido como ‘el orgullo que ciega’, o que los presidentes que han pasado por ahí no hayan tenido el mayor interés por prevenir este mal.
Quizá por eso, Alberto Fujimori se creyó estadista honesto; Vladimiro Montesinos, lo mejor de Karl von Clausewitz y Sun Tzu; Alejandro Toledo, Pachacútec; Alan García llegó a Palacio enfermo pero ahí su ego se hinchó más y se puso peligrosamente colosal; Ollanta Humala, el más preclaro guardián socrático de la República; y Nadine Heredia la combinación de Micaela Bastidas con Margaret Thatcher y Hillary Clinton.
Se advierte que los inquilinos de Palacio no son los únicos que lo sufren. También pasa en el periodismo.
Entre los 14 criterios de Owen para diagnosticar el síndrome de hubris –o enfermedad del poder– están el uso del poder para autoglorificarse, pérdida de contacto con la realidad, preocupación exagerada por su imagen y la creencia de que solo Dios o la historia puede juzgarlos.
Felizmente, la vacuna a este síndrome ya fue descubierta, aunque escasea en el país: la humildad.
Se conoce la vacuna pero pocas de las personas vulnerables tienen la precaución de aplicársela para protegerse de este síndrome tan grave que impide trabajar bien, empuja al ridículo cotidiano, y cuyo origen es la bacteria conocida como poder.
Jorge Bruce comentó ayer en La República que el narcisismo –expresado en una buena dosis de confianza en las propias capacidades– constituye un requisito para realizar tareas tan complejas como la de gobernar, pero que el problema surge cuando este se usa para enfrascarse en luchas irrelevantes que solo buscan distraer a la platea, en lugar de ponerlo al servicio de las responsabilidades asumidas.
El problema está bien estudiado, como lo explicó ayer Elmer Huerta en un curioso artículo en El Comercio, especialmente desde que, en mayo de 2008, el político y médico británico Lord David Owen publicara En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años.
Huerta cita la reseña de la revista Foreign Affairs sobre el libro de Owen: “En muchos jefes de Estado, la experiencia del poder les provoca cambios psicológicos que los conducen a la grandiosidad, al narcicismo y al comportamiento irresponsable. Líderes que sufren de este síndrome hubris ‘político’ creen que son capaces de grandes obras, que de ellos se espera grandes hechos, y creen saberlo todo y en todas las circunstancias, y operan más allá de los límites de la moral ordinaria”.
Es una pena que el tópico de Palacio no se haya interesado –como consta en las evidencias de sus pacientitos– de este síndrome de hubris, cuyo nombre proviene del vocablo griego ‘hybris’ también conocido como ‘el orgullo que ciega’, o que los presidentes que han pasado por ahí no hayan tenido el mayor interés por prevenir este mal.
Quizá por eso, Alberto Fujimori se creyó estadista honesto; Vladimiro Montesinos, lo mejor de Karl von Clausewitz y Sun Tzu; Alejandro Toledo, Pachacútec; Alan García llegó a Palacio enfermo pero ahí su ego se hinchó más y se puso peligrosamente colosal; Ollanta Humala, el más preclaro guardián socrático de la República; y Nadine Heredia la combinación de Micaela Bastidas con Margaret Thatcher y Hillary Clinton.
Se advierte que los inquilinos de Palacio no son los únicos que lo sufren. También pasa en el periodismo.
Entre los 14 criterios de Owen para diagnosticar el síndrome de hubris –o enfermedad del poder– están el uso del poder para autoglorificarse, pérdida de contacto con la realidad, preocupación exagerada por su imagen y la creencia de que solo Dios o la historia puede juzgarlos.
Felizmente, la vacuna a este síndrome ya fue descubierta, aunque escasea en el país: la humildad.
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