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viernes, 6 de abril de 2012

Historia ::::

La Resaca de los 20 Años

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“Que Fujimori no se engañe por los aplausos que recibe hoy en día”, advirtió el editorial de CARETAS el 10 de abril de 1992.
Las consecuencias vigentes del injustificado autogolpe del 5 de abril de 1992. Arriba, el presidente de la cámara baja, Roberto Ramírez del Villar, con arresto domiciliario.Muchas veces, los episodios más trascendentes se escriben con minúsculas y faltas de ortografía. Lo que parecen planes minuciosos son en verdad chambonadas.
Como CARETAS ya lo anotó alguna vez, algo hay de ello en personajes como Abimael Guzmán y el capitán Vladimiro Montesinos. Cuando se descorre el poderoso velo del misterio quedan seres humanos vulgares y sus pobres testimonios ante los tribunales.
Para ser el evento que dio de nuevo al traste con la frágil democracia del país, el autogolpe del 5 de abril de 1992 tuvo notas de opereta.
La oposición ejercida por el ex presidente Alan García fue un detonante esgrimido por el régimen para interrumpir el orden constitucional. El 2 de abril, García protagonizó en la Cámara de Diputados una contraproducente intervención a favor de la censura contra el entonces ministro de Economía, Carlos Boloña. Pero cada vez era más claro que la finta política no tenía ningún futuro.
¿Por qué fueron a la casa de García como si estuviera armado hasta los dientes? ¿Y por qué otro contingente llegó hasta el deprimido local de Alfonso Ugarte para enfrentar apenas a un somnoliento guachimán?
Los apristas eran tan prioritarios en el esquema que el entonces senador Abel Salinas también fue apresado.
El último dato parece confirmar que el autogolpe de 1992 fue realizado con instrucciones de 1988, cuando Salinas era ministro.
Los militares también llegaron a órganos apristas e izquierdistas que entonces no se publicaban, como La Tribuna.
La historia ha sido contada por Fernando Rospigliosi en “Las Fuerzas Armadas y el 5 de abril”, trabajo publicado por el Instituto de Estudios Peruanos en 1996.
El llamado Plan Verde fue cocinado por elementos militares y civiles cuando colapsaba el primer gobierno aprista. Luego del cierre del Congreso incluía los detalles de un nuevo régimen civil-militar, al extremo de establecer las políticas de esterilizaciones forzadas luego implementadas en el gobierno de Fujimori (CARETAS 1613).
Según este orden de ideas, Montesinos recibió los tres tomos del plan y lo aplicó, ya no con sus autores, sino con Fujimori y el apoyo del comandante general del Ejército, Nicolás Hermoza Ríos.
En retrospectiva, puede verse que la ruta de colisión fue forzada desde el principio. Por eso no se honró la tradición de preceder los golpes con una incesante guerra de rumores. Este salió de la nada.
El principal problema político de Fujimori residía en Palacio y no en la avenida Abancay. El 24 de marzo la primera dama Susana Higuchi acusó a su cuñada y concuñada de apropiarse de donaciones. Al episodio siguió el aislamiento de Higuchi, un eventual divorcio y hasta denuncias de torturas.
El autogolpe fue justificado en el supuesto lastre que el Congreso significaba para el país. El discurso lo murmura hasta hoy el fujimorismo y alguna prensa. Una mirada a la coyuntura de entonces recuerda, por el contrario, que era el Presidente quien se aisló de un Congreso disperso y sobre el que no tuvo ninguna intención de concertar una mayoría.
Ya el año anterior había promulgado a regañadientes y con observaciones la ley de presupuesto. Entonces amenazó con la expulsión a nueve miembros de la bancada oficialista. Igual de accidentada fue la aprobación del pliego presupuestal en 1992.
En noviembre de 1991 había dictado 126 decretos legislativos gracias a facultades extraordinarias concedidas por el mismo Parlamento.
Al momento del autogolpe seguían en debate reformas sobre la legislación antiterrorista patrocinada por el Ejecutivo, que había sido cuestionada en algunos de sus extremos, y el sistema de designación de jueces.
¿Acaso era ese un pie de guerra?
Por el contrario, la semana anterior al autogolpe Fujimori vetó las ternas de vocales supremos propuestas por el Poder Judicial luego de un proceso aparentemente imparcial. Fue el preludio de los tanques apostados en el centro de Lima.
Eran poderes imperfectos en tiempos de terrible crisis apuntalada por la insania terrorista y el galopante desastre económico. Pero el autogolpe, cuyas consecuencias se pagan hasta hoy, los dejó en escombros.
Medios, encuestas y muchos políticos comenzaron a entonar cantos de sirena que se prolongarían durante años a pesar de que la corrupción se salía entre las grietas. El entonces premier Alfonso de los Heros y el vicepresidente Máximo San Román encabezaron una breve y digna lista entre quienes estaban en el poder.
Con su acción, Fujimori tiró a la basura su más preciada garantía como presidente de un país donde quemaban las papas: la legalidad.
Aunque al final no fue juzgado por el 5 de abril, es claro que la fecha se imprime en todo el texto de su sentencia. La ilegal concentración de poderes ponía al presidente en situación de especial responsabilidad –y vulnerabilidad– frente a los crímenes contra los Derechos Humanos.
Ejemplos distintos los de Fernando Belaunde y García, gobernantes democráticos en medio de una situación extrema. Y más reciente el del colombiano Álvaro Uribe, que a pesar de tener a varios de sus colaboradores en prisión por vínculos con paramilitares, acaba de ser recibido en Lima como un héroe, literalmente, cuando participó en el foro organizado por Mario Vargas Llosa (CARETAS 2224). Si bien pudo jugar en el límite más de una vez, Uribe no se salió del sistema democrático y respetó la decisión de la Corte Constitucional que le impidió ir a la re-reelección.
El autogolpe todavía guarda resonancia porque no es una pieza de museo.
Los herederos políticos del encarcelado ex presidente son la primera fuerza de oposición con 37 parlamentarios.
A la vez, si Keiko Fujimori se quedó en las puertas de Palacio fue, por encima de todo, debido a la inacabable estela del 5 de abril de 1992. El voto final, definitorio, que muchos peruanos le entregaron a Ollanta Humala tiene su asidero en el fantasma legado por su padre. (Enrique Chávez)

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