Por Gustavo Gorriti.- Las siguientes líneas son una versión ligeramente condensada de lo que dije en el homenaje que el Congreso de la República hizo a Enrique Zileri en diciembre del año pasado.
En reuniones como ésta, en las que se elogia la trayectoria sobresaliente de una vida, es inevitable un cierto pudor. Uno en el fondo no puede decir todo lo que piensa, ni lo que siente, sobre todo cuando se trata de Caretas y se trata de Enrique Zileri; que no obliga al eufemismo pero sí a la ironía.
Pero a riesgo de atentar un poco contra aquel pudor, hay ciertas cosas que sí quiero de todos modos decir y hacerlo desde una perspectiva autobiográfica.
En los años setenta del siglo pasado, cuando yo era un agricultor en el departamento de Arequipa, admiré desde lejos el periodismo descollante de Caretas, en medio del páramo de la prensa estatizada.
En un tiempo en el que la ingeniería social del gobierno militar combinada la jerga sociológica medio cruda con lenguaje cuartelero; y donde las amenazas se concretaban en forma expeditiva, el estilo desenfadado y divertido de la revista, su intrepidez irónica y las consecuencias que sobrellevó –pálidos pero serenos–, enseñaron que la mejor valentía no es solemne y que pocas armas son tan eficaces para enfrentar una tiranía como la información precisa y el sentido del humor.
Por eso, cuando me hice periodista nunca tuve dudas respecto del lugar donde quería trabajar y me empeñé a fondo para hacerlo en Caretas. Por fortuna, Enrique Zileri me dio la oportunidad.
Eso fue en 1981, cuando después de varios años de proceloso periodismo, Caretas se adaptaba a lo que fue su corto tiempo de estabilidad.
La revista podía salir, alegre y serena, pero el proceso semanal era cualquier cosa menos sereno.
Si el resultado sonreía y chispeaba en el silencio impreso, la producción era estentórea.
He leído novelas, he visto comedias sobre periodismo, pero como ya lo ha dicho Fernando Ampuero, nunca supe de una ópera sobre redacciones periodísticas hasta que me vi en la operática redacción de Caretas; y solo cabe lamentar que un Verdi contemporáneo (porque era ópera italiana y no alemana) no haya tenido la oportunidad de inspirarse en ella.
Y sin embargo, de esa intensidad volátil, furiosamente concentrada, surgía la prosa limpia y sencilla, el humor, el estilo de Caretas.
La redacción era el avance ágil en terrenos muchas veces agrestes o peligrosos, con el movimiento rápido y la estocada imprevista de la ironía y el humor sin miedo.
Ese estilo de pies ligeros entre los peñascos de la solemnidad, la amenaza y la estolidez, fue determinado por la historia misma de Caretas. ¿Cuántos generalotes de hablar ronco, cuántos comunicados rimbombantes que lanzaban a la policía a cierres y arrestos habían sido necesarios para afinar ese estilo? Muchos; pero el genio periodístico lo puso Enrique Zileri.
Bill Montalbano, ese gran corresponsal que terminó trabajando en los Angeles Times y que murió demasiado temprano, un día en Londres camino al café y beigel matutinos, llamaba a Zileri el último de los bohemios.
Tanto él como otro corresponsal notable de esos años, Alan Riding, que cubría Sudamérica para el New York Times, sabían que un despacho certero de lo que pasaba en el Perú requería como primera estación, una visita previa a la redacción de Caretas. Ahí, Alan Riding trabajaba las dos categorías en las que, según él, se dividía el periodismo: el reportaje y el recortaje.Según Riding, el recortaje era el más importante; y por supuesto una parte central de eso se hacía en la redacción de Caretas.
Es cierto que había una bohemia industriosa en la jornada de producción semanal de la revista, en las oficinas lóbregas que teníamos entonces en Camaná 615, esquina con Emancipación. Allí bullía una actividad heterogénea y diversa, con conjuntos humanos de los más sorprendentes, desde personas que parecían salidas de una corte de los milagros hasta escritores jóvenes y otros nada jóvenes pero todavía promisorios, junto con exiliados talentosos.
Todos trabajaban bajo la compresión de urgencias estentóreas que convertían las discusiones de hechos e iniciativas en un verdadero laboratorio de ideas; y así, de la alquimia de la furia y el pensamiento surgía, bajo la increíble metamorfosis de los cierres, el resultado original y alegre.
Zileri me enseñó en una circunstancia inolvidable cómo se editaba. Fue él quien me animó a tomar el primer caso de investigación, el caso Langberg, que en su tiempo, en 1982, convocaba los miedos de mucha gente en Lima.
Acepté tomar el caso bajo la promesa de que él, Zileri, iba a acompañar en la investigación a este periodista verde, que sabía muy poco de cómo hacerlo. Y así fue. Me acompañó en gran parte del proceso de reconstrucción de lo que hasta entonces se había investigado. Hasta cuando estuvo todo junto y llegó el momento del cierre entre la acumulación de fotos y de notas.
Y cuando yo pensé cómo iba a hacer para llenar las tres o cuatro páginas de la revista que se suponía eran lo normal en una nota de Caretas, vi para mi sorpresa que él había diagramado trece páginas.
Aplastado por la responsabilidad de cómo llenar las trece páginas, me puse a pensar en el estilo solemne de discurso que iba ser necesario para hacerlo.
Entonces Zileri me preguntó si no quería más bien pasar por su oficina para ponernos a elaborar un esquema. Se sentó frente a su Olivetti con el papel centímetrado y con una suerte de alegre tranquilidad y soltura que, para ser franco, no le he visto muchas veces, empezó a redactar el esquema, conversando y escribiendo. Dos horas después, con un esquema genial en la mano me fui a mi oficina a tundir las teclas de mi propia Olivetti.
En la madrugada siguiente la nota estaba hecha y se había terminado con los títulos, los ampliados, los pies de fotos; Zileri había editado la nota cuidadosamente quitándole todo asomo de empaque o de solemnidad, la redacción de los hechos fluía incontrovertible, las fotos demostraban y realzaban el relato; y así se fue a la imprenta.
En Lima entonces -como he dicho- había no poca gente entre temerosa y aterrorizada por Langberg y los que tienen edad suficiente creo que lo recordarán.
Zileri, se veía en cambio no sólo despreocupado sino contento. Y así, en la mañana insomne con la fatiga medular que sucede al cierre, la lección me quedó grabada para siempre.
Que la nota profunda y reveladora es más fuerte que todo miedo, que la primicia es más fuerte que el instinto de conservación; y que así como hay un valor militar que desafía el instinto de conservación y por eso logra con frecuencia sobrevivir, hay un valor periodístico que también lo desafía con la verdad como primicia.
Qué mejor escuela de periodismo que esa. La lección para mí fue imborrable y a partir de ese momento determinó en grandes rasgos y, por supuesto, con el refuerzo constante de varios años de trabajar en Caretas lo que iba a ser y continuar siendo mi visión y mi práctica del periodismo.
Zileri no se preocupó por hacer escuela sino, acaso, en hacer periodistas. Muchos de quienes han desarrollado el periodismo nacional, incluso con largas vendettas entre sí, llevan a su manera, con su evolución propia, la impronta notable de Zileri.
Hay gente que marca no sólo una revista como lo hizo, por ejemplo, Harold Ross en el New Yorker; y al marcar esa revista, marcan a su país y a su generación y logran el impacto profundo en la visión y la consecuencia de los hechos.
Ese es el periodismo que hizo Caretas, cuando aún en las peores circunstancias como las que se vivió en los setenta, como las que se vivió en los noventa, estuvo al frente con calidad, bravura y, siempre, con humor.
De tal manera, que ahora viendo además a este adolescente tardío, que en el fondo jamás salió de la adolescencia, recuerdo sus fantasías, cuando se sentía encarcelado en las oficinas y los cierres, de poder salir a los espacios anchos, a las geografías salvajes y abruptas de nuestra nación, para realizar uno de esos reportajes de larga realización, con narrativa encantadora y fotos de gran belleza, y con una cuenta de gastos como la de The National Geographic.
****
25-8-14. Al terminar el elogio, ese día, diciembre de 2013, le ofrecí algo un poco más modesto que el assignment de National Geographic: uno de IDL-Reporteros para que fuera a reportear la guerra, el narcotráfico y los bellísimos paisajes del VRAE.
No lo hice en broma. Solo pensaba en lo que significaría, como revelación, la mirada, el reportaje de Zileri (quizá conmigo de ayudante) junto con las fotos de Óscar Medrano, las decenas de años de experiencia periodística volcada en los ríos y las trochas, en camino (aunque de repente un poco lento) a otra nueva primicia.
Eso ya no sucederá. Pero lo que sí sucederá es que cuando un veterano de esas redacciones, de esos años, camine en el terreno de los reportajes de gran importancia e incierto destino, al tomar una foto, decidir una ruta, investigar un hecho difícil, estará siempre en el fondo pensando en la foto, en la nota, en el título que Zileri hubiera elegido para la portada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario