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sábado, 16 de marzo de 2013

Internacional El renunciamiento de Joseph Ratzinger y el final de Hugo Chávez aferrado al poder.

Dos Ejemplos Extremos

Las semanas recién pasadas nos ofrecen dos ejemplos extremos. Uno de ellos, el Papa Benedicto XVI, muestra el renunciamiento de una persona al inmenso poder espiritual, social y material que brinda el papado y que reconoció sus límites personales al no poder confrontar los problemas creados en la Iglesia Católica por aberraciones sexuales, corrupción y luchas por el poder. Los tres principales enemigos del espíritu –el sexo, la avaricia y el poder– a los cuales Jesucristo había venido a ayudar a someter se mostraron, veinte siglos después, gozando de buena salud.Las últimas imágenes de Benedicto XVI nos dejan la impresión de un anciano que ha reconocido sus límites, a pesar de la pureza de sus intenciones, y al cual su profundo sentido de la responsabilidad hacia la Iglesia y la humanidad le provoca una presión devastadora, casi depresiva. No existe, en la personalidad del cardenal Ratzinger, un ápice de sensualidad por el poder. A veces tiene el halo trágico de la derrota de lo mejor que la civilización europea pudo ofrecer al mundo: su amor a la inteligencia, a las artes y al servicio a los desvalidos.
En el otro extremo aparece el ejemplo de Hugo Chávez, cuatro veces elegido a la presidencia de Venezuela y que perdió su lucha contra un cáncer que declaró varias veces vencido. La fuerza arrolladora de sus emociones lo llevó a confrontar las situaciones más intensas y sus dotes histriónicas nos hicieron sentir, en más de una ocasión, esa incómoda sensación de vergüenza ajena.

Su empatía con los sectores más desheredados lo condujo a ganar una elección tras otra. Había una gran porción de sectores sociales, excluidos del beneficio de las inmensas riquezas petroleras de su país, que sentían que Chávez les iba a resolver sus problemas. Este es el legado que esperamos que perdure y se encauce constructivamente, poniendo a los desheredados como verdaderos constructores de su destino.
Su ejercicio del poder fue, como norma, tan desorbitado como sus emociones. En Chávez era imposible no percibir la sensualidad en el ejercicio del poder. Desde las absurdas expropiaciones hasta el manejo de los recursos del Estado en los procesos electorales en que resultaba elegido y su desprecio por los derechos de quienes no pensaban como él revelaban su descontrol emocional. Y su control férreo de sus seguidores.
Su “generosidad” con los bienes del Estado y los recursos naturales de su riquísimo país no fue verdadera generosidad –que solo es posible con los bienes propios que cada uno ha generado– sino un recurso al clientelismo político, proceso en el cual sometía cada vez más a los sectores que decía beneficiar. La palabra que definía su proceder es megalomanía.
Quizá, en el fondo, había un profundo temor a enfrentarse consigo mismo y con la muerte que al final halló el 5 de marzo pasado; posiblemente, esos eran los monstruos con los que batallaba cuando decía hacerlo contra “el imperio”. Llegó a la muerte después de una lucha absurda, convirtiéndose al final en instrumento de dos gerontócratas tropicales interesados en el último ser humano –y casi el único– que se había creído el brulote del “socialismo del siglo XXI” y que tenía el abundante petróleo que necesitaban para salvar su pellejo. Los propios seguidores de Chávez, algunos peleados entre sí, estarán conociendo lo que es caminar por ellos mismos y se cumplirá lo que muchos megalómanos han descubierto antes: su tendencia a rodearse de obsecuentes los lleva a depender de mediocres que terminan sepultando su cuerpo, su obra y sus sueños, después de convertirlos en pesadilla.
“Por favor, no me dejen morir” fueron las últimas palabras de Chávez según el jefe de la Guardia Presidencial.
No puedo imaginar nada más diferente que Ratzinger y Chávez al momento de confrontar la muerte inevitable. (Por: Luis F. Jiménez)

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