lunes, 9 de mayo de 2011
Arroz con polo o el asistencialismo como política de Estado
No, PPKausa, el electorado peruano no es una turba de “ignorantes” cuyo voto responda a la falta de oxígeno o de “nivel cultural”. Esa fue, casi textualmente, la reacción de un buen amigo mío, en son de protesta, ante la serie de comentarios discriminatorios con los que se encontró en las redes sociales una vez anunciados los resultados definitivos del 10 de abril. No me deja de sorprender que haga falta la figura del “analista político” para intentar (y sin mucho éxito, vale decir) hacer entender a una parte del Perú que el voto de la otra parte es un voto con sentido, con significado, y no una mera expresión ignorante de quienes, en palabras de un PPKausa, “quieren cagarlo todo”.
¿Cuál es el sentido de ese voto? ¿Por qué el Perú ha puesto a Ollanta Humala y a Keiko Fujimori en segunda vuelta? Un sondeo citado por The Economist previo a la primera vuelta da cuenta de que el 77% de peruanos reclama un cambio. Queda claro, por lo pronto, que la gente no se come –ni literal ni metafóricamente hablando– el dizque “el Perú avanza”, y que los candidatos que son cifrados como un “¡Continuará…!” no son los que pueblo peruano prefiere. Da la impresión pues de que la democracia a-la-perucha no viene con presa.
¿Pero qué significa el “cambio”? Algunos –como el exministro y hoy vicepresidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Diego García Sayán– interpretan esta demanda como “un clamor por más Estado [...] por un Estado más eficiente y generador de más justicia. Distante, por cierto, del ‘laissez faire’ de la opción ultraliberal así como de cualquier radicalismo”. García Sayán sostiene su lectura con datos provistos por una encuesta de Apoyo según la cual, dice, “…la gente le da contenido al ‘cambio’ [...]: calidad de la educación, lucha contra la corrupción y la delincuencia y la necesidad de ‘leyes más favorables para los trabajadores’”.
La interesante elucidación del exministro está sujeta a una polémica deliciosa. Creo que se puede decir sin temor al error que esa interpretación funciona muy bien para un alto porcentaje de los votantes por Ollanta Humala, pues el corazón de su muy difundida y difamada propuesta (motivo de posteos futuros) coincide con los puntos en los que el analista incide.
Pero ¿qué sucede con quienes optan por Keiko? Sin duda, entre los sectores más “acomodados” que ahora pretenden marcar la K, es hegemónica la imagen de Humala como un “salto al vacío”. Para algunos de ellos, inclusive, la corrupción y la restricción de las libertades propias de un régimen democrático son meros bemoles de la apuesta por el mantenimiento del “modelo” (un vocablo cuya significación me gustaría investigar a fondo).
¿Y el resto de votantes naranjas? Más allá de quienes son presa de la fábula montesinista de “Fujimori, el pacificador” (yo creo y prefiero el relato de Ketín, Benedicto y los Superamigos del GEIN), otro buen porcentaje de los votantes por Keiko tiene muy presente la reminiscencia de su papi llegando efímeramente a inaugurar escuelas o postas, o a regalar bolsas de arroz o polos. Al decir de Yusuke Murakami y Rodrigo Barrenechea en Anti-candidatos, es este “electorado memorioso” el que otorga su confianza a Keiko “…gracias a los favores recibidos y los aciertos atribuidos a la gestión de su padre durante la década de 1990”.
Confrontando esto con el punto que hacía García Sayán, ¿se puede estimar la añoranza por el retorno de las medidas asistencialistas del Fujimorato como una demanda “por más Estado”? Hay quienes dicen que no. Yo pienso que sí. La cuestión, en mi opinión, es que un Estado cuyo principal eje de atención a la pobreza sea el asistencialismo desenfrenado no es el tipo de construcción estatal que yo prescribiría para el caso peruano. Entre las muchas razones que con las que uno puede sostener esta postura, me remito a dos.
En primer lugar, el asistencialismo ha sido en el pasado suelo fértil para el desarrollo de vínculos y prácticas clientelares. De hecho, como sugerí previamente, es el radical personalismo con el que Alberto Fujimori repartía dádivas uno de los principales activos electoral de Keiko. El asunto con esto es que, lejos de propiciar el florecimiento de la institucionalidad, este sistema clientelar es funcional a la crisis de legitimidad que las instituciones políticas sufren. Pese a que en la década de 1990 muchos peruanos sintieron aliviada su situación gracias a aquellas medidas archipopulistas, lo cierto es que estas no favorecieron sustantivamente el desarrollo de su carácter ciudadano, su politización, ni la inserción de sus demandas políticas en la agenda estatal de mediano o largo plazo.
En segundo lugar, el asistencialismo constituye, como dice Slavoj Zizek, “…el ejemplo perfecto de interpasividad: de hacer cosas no para lograr algo, sino para evitar que algo pase realmente, que algo realmente cambie. Toda la actividad del filántropo frenético, políticamente correcto, etc., encaja en la fórmula de ‘sigamos todo el tiempo cambiando algo para que globalmente las cosas permanezcan igual’”. Se ofrecía ayuda situacional y no aportes que tuvieron un impacto estructural. El asistencialismo provisto en la década de 1990 paliaba momentáneamente la sensación de pobreza de la gente sin contribuir significativamente a la reducción la desigualdad. Coadyuvó, en ese sentido, al mantenimiento de la pobreza en el largo aliento, y no fue un pilar de la lucha por su reducción. El asistencialismo pues no fue mucho más que arroz con polo.
Para quien no se traga la idea de que “De tal palo, tal astilla”, pues considere que las medidas asistencialistas son uno de los puntos que permite trazar continuidades entre Keiko y su padre. En esta materia, ella ha demostrado de distintas formas y en reiteradas ocasiones que seguirá los pasos de su progenitor. En el último debate, por ejemplo, expresó que “En los últimos 10 años, el Estado ha abandonado a los peruanos más necesitados. [...] El único que recuerdo que tienen del Estado son las obras del fujimorismo y sus programas sociales”. Añade luego que “relanzará” Clas e Infe “para otorgar buzos y calzados escolares…”, y Foncodes. Además, según informan varios testigos en foros y redes sociales, en sus mítines, Keiko suele sortear refrigeradoras, cocinas, mototaxis, etc.
Otra raya más al tigre se añade con la denuncia de una campaña de recolección de víveres y frazadas para con ellos ganar (léase ‘comprar’) votos por Keiko. Al mejor estilo de Susanita (de Mafalda), las convocantes de esta iniciativa se justifican arguyendo que es menester luchar por “mantener la subida del Perú” y sugiriendo su bondad. Así, han estado recabando arroz, menestras, colchas y dinero para dárselo al “comando de campaña de Keiko”; este lo repartirá en “los pueblos más necesitados”. El movimiento social tías-bien pro “no perder lo avanzado” 2.0 es la versión no estatal de la medida fujimorista del arroz con polo, es el otro lado de la moneda del asistencialismo como política de Estado.
La lucha contra la pobreza y la reducción de la desigualdad requieren bastante más que programas asistencialistas para avanzar en sus pretensiones. Por más simpática que resulte la lógica de Susanita, no es pues buena senda para lograr el desarrollo sostenido de la economía de los más pobres, ni para contribuir al avance de la legitimidad de las instituciones políticas del régimen, ni para aportar, en general, a la condición de ciudadanía de los que menos tienen. Si de lo que se trata es de “convertir la política del perro del hortelano en la del desarrollo humano” –como ha dicho en algún lugar Rodrigo Barrenechea–, marcar la K parece no ser la mejor opción. Podría ser solo como pedir otro plato más de arroz con polo.
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