Elecciones y Tarados
Domingo, 05 de octubre de 2014 | 4:30 am
Pero Mariátegui no está solo. Y el desprecio hacia el electorado peruano no se limita a la derecha. Aunque sean más sutiles, muchos comentarios progresistas sbre los que votan por candidatos que “roban pero hacen obras” revelan el mismo desdén.
Despreciar al electorado es poco democrático. Implica que algunos ciudadanos (casi siempre, de menores ingresos) no son competentes para votar –el argumento utilizado en siglos pasados para justificar las restricciones al sufragio. Además, es poco liberal. El liberalismo reconoce que siempre existirán diversos intereses y opiniones, y que estas diferencias son legítimas.
Puedo no compartir las preferencias electorales de un conservador de Texas, pero al llamarlo tarado estoy diciendo que hay una opción electoral objetivamente “correcta” (la mía), y que la de mi compatriota no es legítima.
En vez de despreciar al electorado peruano, sería mejor estudiar por qué la gente vota como vota. Como no ha habido mucha investigación sobre el comportamiento electoral peruano, sabemos muy poco. Sin embargo, hay algunas características del voto peruano que vale la pena señalar.
Primero, el electorado peruano es diverso. Perú es un país heterogéneo y bastante desigual, con grandes diferencias sociales, culturales, y regionales. Esa diversidad influye sobre el voto.
La experiencia de crecer y vivir en Huancavelica, Ilave, Yurimaguas, o San Isidro genera distintas identidades, expectativas, e intereses, y, por supuesto, ideas políticas. Además, varias investigaciones muestran que nuestras redes familiares y sociales –la gente con quienes hablamos todos los días– influyen mucho sobre el voto. Como el círculo social de un votante rural en Cajamarca es tan diferente que los de mis amigos de la PUCP o el de Madeleine Osterling, y como estos círculos no se cruzan nunca, no debe sorprender que sus preferencias y prioridades electorales son distintas también. Vivir en San Isidro y concluir que los ciudadanos de Cajamarca o Moquegua son tarados porque tienen preferencias electorales distintas sería, bueno, tarado.
Otra característica del Perú contemporáneo es la irracionalidad del voto programático. Para muchos, el voto programático –votar por el candidato que propone implementar las políticas públicas que uno quiere– es lo más racional e inteligente. Pero en el Perú es casi imposible. El voto programático requiere que el electorado (1) tiene información creíble sobre las diferencias programáticas entre los candidatos y (2) confía que el ganador cumplirá con su programa.
Estas condiciones no existen en el Perú. Primero, hay demasiada incertidumbre. El votante peruano enfrenta un enorme cantidad de candidatos (16 en Puno, 19 en Áncash). Casi todos son personalistas, sin partido o programa claro. Y como la mayoría de los “partidos” son nuevos y nunca han gobernado, el electorado no sabe cómo gobernarán. Ante 19 candidatos sin trayectoria partidaria o programa coherente, el votante enfrenta mucha incertidumbre. Siente como si estuviera lanzando dardos en la oscuridad.
Otro factor que mina al voto programático es la desconfianza. Los peruanos no creen que los candidatos vayan a cumplir con sus programas. No porque sean desconfiados por naturaleza, sino por una razón muy sencilla: los candidatos no cumplen con sus programas. En las últimas décadas, la relación entre lo dicho en campaña y lo hecho en el gobierno ha sido casi nula. Las políticas implementadas por los gobiernos de Belaunde (1980-85), Fujimori (1990-95), García (2006-11), y Humala tuvieron poco o nada que ver con sus promesas electorales. Para muchos peruanos, entonces, el voto programático ha sido totalmente devaluado. La experiencia les ha enseñado que el voto no sirve para cambiar las políticas del gobierno.
Lo mismo ocurre con la corrupción. Los candidatos que prometen “hacer las cosas bien” ya no son creíbles. ¿Por qué? Tal vez porque los últimos tres presidentes de la República han sido condenados (Fujimori) o denunciados (García, Toledo) por corrupción y 22 de los 25 presidentes regionales actuales afrontan denuncias por corrupción.
La extrema desconfianza afecta al comportamiento electoral. Cuando los ciudadanos no creen que los candidatos vayan a cumplir con sus promesas, el voto programático deja de ser racional. Por qué buscar al candidato con el mejor programa si ese programa no se va a cumplir? Sería inútil. Sería irracional. En un contexto así, ¿por qué no utilizar el voto para otros fines? ¿Cambiarlo por algo (clientelismo)? ¿Utilizarlo para expresarse o mandar un mensaje de frustración (voto anti-sistema)?
En vez de denigrar a los ciudadanos cuyo comportamiento electoral no entendemos, sería mejor tratar de entenderlos. Por ejemplo, en vez de contentarse con la floja explicación mariateguista (el “electarado”), la derecha debería estudiar por qué un sector del electorado en el interior sigue votando por candidatos radicales antisistema. Según Carlos Meléndez, uno de los pocos que ha investigado el tema, el voto antisistema del interior es producto de la desconfianza generada por la experiencia de los ciudadanos con un estado débil.
Y si la izquierda quiere volver a ser viable en el Perú, debería estudiar por qué los sectores populares urbanos la abandonaron –y por qué votan (a veces masivamente) por el fujimorismo o por Castañeda. Explicaciones como “el clientelismo de Fujimori” o una cultura de “robo pero hace” no bastan. Son votantes cuyo nivel de vida mejoró muchísimo en las últimas dos décadas, pero que sigue siendo vulnerable. Tener tanto que perder podría ser una fuente de conservadurismo bastante racional.
Concuerdo, entonces, con Carlos Meléndez: el votante peruano no es ni irracional ni estúpido. La gente vota por muchas razones, basado en diversas identidades, intereses, y expectativas. Podemos no compartir las preferencias del electorado en Cajamarca, Puno, o San Isidro, pero negar la legitimidad de estas preferencias choca con los principios básicos de la democracia.
Columna de Steven Levitsky un destacado politólogo con estudio en Ciencias Políticas por la Universidad de Stanford (1990) y un doctorado en la Universidad de Berkeley, California (1999).
Desde mayo de 2008, es profesor titular de las asignaturas de Government y Social Studies en Harvard University.
Se desempeña como consejero de dos organizaciones de estudiantes en Harvard University: la Organización de Harvard para América Latina, y el Proyecto de Harvard para el Desarrollo Sostenible; y, además, ejerce de Consejo Consultivo de la Asociación Civil POLITAI, dedicada a la investigación en Ciencia Política y Gobierno, conformada por estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
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