Editorial: Ladrones regionales
Los casos de Álvarez, Santos y Viñas muestran cómo el precipitado proceso de descentralización ha afectado a las regiones
Tres presidentes regionales han protagonizado las noticias policiales de la última semana: César Álvarez, de Áncash; Gregorio Santos, de Cajamarca; y Gerardo Viñas, de Tumbes. En cada uno de los tres casos, hay abierta una investigación del Ministerio Público
(MP) que acusa al presidente regional en cuestión de haber montado una
organización criminal a fin de convertir en botín los millonarios
presupuestos con los que en los últimos años han contado sus regiones.
En dos de estos casos –Áncash y Cajamarca–, las pruebas son lo
suficientemente contundentes como para que se haya ordenado ya la
detención de una serie de personas, que incluyen al propio Álvarez
(quien se entregó el viernes) y quien fuera la mano derecha de Santos
para el tema de las licitaciones, José Panta, en cuyas cuentas bancarias
se verificaron los ingresos de una serie de sobornos que habían sido
descritos por un colaborador eficaz. En el caso de Tumbes, aún no hay
detenidos, pero hay sí una investigación del MP, ya formalizada ante el
juez, por asociación ilícita para delinquir, cohecho y colusión, delitos
todos que habrían sido cometidos en torno al manejo del millonario
canon de una región de solo 230.000 habitantes (únicamente en el 2013
recibió S/.60 millones).
La lista de las personas que habrían formado parte de estas redes de corrupción es bastante elocuente: incluye desde policías, fiscales, alcaldes, jueces y otros representantes del Estado, hasta periodistas, sindicalistas, empresarios, ‘chuponeadores’ y – en el caso de Áncash– sicarios.
Por otra parte, el que los tres casos hayan sido enfrentados por el Estado seriamente recién a partir de denuncias periodísticas hace preguntarse cuántas situaciones más así no existirán a lo largo y ancho de los gobiernos regionales y locales del país. Particularmente, considerando que las razones que han posibilitado una tan desembozada toma mafiosa de estos gobiernos están presentes también en otras partes del Perú.
¿Cuáles son estas razones? La pregunta se hace aun más relevante cuando estamos a cinco meses de las próximas elecciones regionales y municipales. Y cuando los propios filtros encargados de cuidarlas –el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE)– han visto necesario advertir públicamente de su temor de que el crimen organizado “penetre” estas elecciones.
Pues bien, a nuestro entender no hay que buscar demasiado para encontrar las raíces de esta situación. En el Perú de la última década, se han multiplicado los recursos de los que disponen los gobiernos regionales y locales sin que, al mismo tiempo, se hayan fortalecido las instituciones que existen para vigilar el buen uso de estos recursos. Y así, solo desde el 2004 las transferencias que reciben estos gobiernos por efectos del canon se han multiplicado por diez –pasando de S/.3.000 millones a S/.29.000 millones anuales– sin que en el camino hayan mejorado el Poder Judicial (PJ), el MP o la policía, por solo nombrar tres ejemplos claves. Con esta combinación de bolsillos grandes con instituciones débiles, lo sorprendente sería que nuestros gobiernos regionales y locales no hubiesen dado lugar sistemáticamente a la formación de bandas alrededor de ellos –e incluso compitiendo por ellos, según hemos visto suceder en Áncash–. Como dice el refrán, es la ocasión la que hace al ladrón.
Hay que subrayar, además, que esta gran “oportunidad” creada por el crecimiento, unido a la ausencia de instituciones de justicia fuertes y probas, es todavía agrandada por las condiciones particulares de nuestra política regional y local. Una política en la que –aun en mayor medida que en la de escala nacional– no existen los partidos y en la que no hay, por tanto, verdaderas instituciones que respondan por cada candidato, convirtiéndose cada elección en una especie de lotería entre aventureros y caudillos desconocidos.
Así pues, sí es de esperar que las situaciones de los gobiernos regionales de Áncash, Cajamarca y Tumbes se estén repitiendo en muchos otros gobiernos regionales y municipales y es también predecible que las mismas se vayan a reproducir a partir de las próximas elecciones, como lo temen el JNE y la ONPE.
Desde luego, no se puede esperar a que se den las reformas estructurales necesarias (digamos, del PJ, el MP, la policía y el sistema electoral) para intentar detener esta situación. Ciertamente, el JNE y la ONPE deben prepararse para funcionar de filtro efectivo (y no solo de acertada Casandra) de las listas que se presenten en las próximas elecciones. Sin embargo, hay que ir más allá y empoderar al Gobierno Central mediante una ley para que pueda no solo intervenir, sino también administrar provisionalmente las cuentas de los gobiernos subnacionales en los casos en que los indicios de corrupción sean masivos y claros, sometiendo estas decisiones a un control posterior por parte del PJ o el Congreso.
Es cierto que esto supondría un paso atrás en el proceso de descentralización, pero, paradójicamente, la dirección en que ahora vamos hace muy posible que este paso atrás sea la única forma de salvarlo en el largo plazo.
La lista de las personas que habrían formado parte de estas redes de corrupción es bastante elocuente: incluye desde policías, fiscales, alcaldes, jueces y otros representantes del Estado, hasta periodistas, sindicalistas, empresarios, ‘chuponeadores’ y – en el caso de Áncash– sicarios.
Por otra parte, el que los tres casos hayan sido enfrentados por el Estado seriamente recién a partir de denuncias periodísticas hace preguntarse cuántas situaciones más así no existirán a lo largo y ancho de los gobiernos regionales y locales del país. Particularmente, considerando que las razones que han posibilitado una tan desembozada toma mafiosa de estos gobiernos están presentes también en otras partes del Perú.
¿Cuáles son estas razones? La pregunta se hace aun más relevante cuando estamos a cinco meses de las próximas elecciones regionales y municipales. Y cuando los propios filtros encargados de cuidarlas –el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE)– han visto necesario advertir públicamente de su temor de que el crimen organizado “penetre” estas elecciones.
Pues bien, a nuestro entender no hay que buscar demasiado para encontrar las raíces de esta situación. En el Perú de la última década, se han multiplicado los recursos de los que disponen los gobiernos regionales y locales sin que, al mismo tiempo, se hayan fortalecido las instituciones que existen para vigilar el buen uso de estos recursos. Y así, solo desde el 2004 las transferencias que reciben estos gobiernos por efectos del canon se han multiplicado por diez –pasando de S/.3.000 millones a S/.29.000 millones anuales– sin que en el camino hayan mejorado el Poder Judicial (PJ), el MP o la policía, por solo nombrar tres ejemplos claves. Con esta combinación de bolsillos grandes con instituciones débiles, lo sorprendente sería que nuestros gobiernos regionales y locales no hubiesen dado lugar sistemáticamente a la formación de bandas alrededor de ellos –e incluso compitiendo por ellos, según hemos visto suceder en Áncash–. Como dice el refrán, es la ocasión la que hace al ladrón.
Hay que subrayar, además, que esta gran “oportunidad” creada por el crecimiento, unido a la ausencia de instituciones de justicia fuertes y probas, es todavía agrandada por las condiciones particulares de nuestra política regional y local. Una política en la que –aun en mayor medida que en la de escala nacional– no existen los partidos y en la que no hay, por tanto, verdaderas instituciones que respondan por cada candidato, convirtiéndose cada elección en una especie de lotería entre aventureros y caudillos desconocidos.
Así pues, sí es de esperar que las situaciones de los gobiernos regionales de Áncash, Cajamarca y Tumbes se estén repitiendo en muchos otros gobiernos regionales y municipales y es también predecible que las mismas se vayan a reproducir a partir de las próximas elecciones, como lo temen el JNE y la ONPE.
Desde luego, no se puede esperar a que se den las reformas estructurales necesarias (digamos, del PJ, el MP, la policía y el sistema electoral) para intentar detener esta situación. Ciertamente, el JNE y la ONPE deben prepararse para funcionar de filtro efectivo (y no solo de acertada Casandra) de las listas que se presenten en las próximas elecciones. Sin embargo, hay que ir más allá y empoderar al Gobierno Central mediante una ley para que pueda no solo intervenir, sino también administrar provisionalmente las cuentas de los gobiernos subnacionales en los casos en que los indicios de corrupción sean masivos y claros, sometiendo estas decisiones a un control posterior por parte del PJ o el Congreso.
Es cierto que esto supondría un paso atrás en el proceso de descentralización, pero, paradójicamente, la dirección en que ahora vamos hace muy posible que este paso atrás sea la única forma de salvarlo en el largo plazo.
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